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Hola, este es el lugar donde se concentran mis publicaciones más importantes. Las mismas van a estar referidas a las diversas actividades que realizo, voy a reflejar algunos pensamientos, colocaré algunos videos y canciones, entre otras tantas cosas.
En este blog, encontrarán diversas aristas en las cuales me atrevo a incursionar: las Ciencias (principalmente Química, Física y el Ambiente), la Música (desde opiniones y críticas, hasta composiciones personales, de mi banda y colaboraciones), la Docencia (en las áreas anteriormente citadas), la Política (como librepensador socialdemócrata y ex militante), los Medios (como productor y conductor), y demás temas de Interés General (cosas de la vida y el diario andar).
Espero que puedan encontrar lo que necesiten, y sino, estoy a su disposición!!

miércoles, 3 de abril de 2013

Mis razones para creer

“Las sociedades se transforman
cuando las ideas se traducen en acción”
(Rodolfo Terragno)

El hombre, ese ser social en su máxima expresión, tiene la innata necesidad de creer. Nacimos y vivimos en una inmensa aldea global, donde los avatares diarios nos empujan a una vorágine individualista, e intentamos alienarnos constantemente, cuando en realidad nuestras almas están destinadas a la civilización y la pertenencia al colectivo que conocemos como “humanidad”.

En este contexto, históricamente politizado y plausible de cuestionamientos, es fácil que nos afecten los sucesos que nos rodean, y de hecho, desde un punto de vista simplista, está bien que así sea. Digo que está bien porque significa que estamos atentos y conscientes a lo circundante. Si el costo de vida sube y nuestros sueldos no, si la inseguridad se materializa en nuestro entorno y pasamos a ser víctimas en vez de espectadores sensibilizados, si los problemas sanitarios y ambientales golpean nuestra puerta en vez de verlos en los medios, si todo esto nos afecta… está bien.
Lo que nos distingue como especie muy por encima del resto de los seres vivos es la única e inigualable capacidad de raciocinio y de emotividad. Por eso, la proximidad de eventos desafortunados nos toca, nos duele, nos molesta, nos enoja. Somos seres sociales, y tratamos de proteger siempre nuestra integridad y la de nuestros seres queridos. Nuestra naturaleza instintiva y emocional puja constantemente contra la lógica y la razón, si es que nos planteamos la situación frívolamente. Es esta la razón por la cual cuando vemos que lo malo nos acecha, atinamos a escondernos.

Los últimos veinte años de la Argentina me enseñaron que somos capaces de mostrar lo mejor y lo peor. Pero voy a empezar por lo peor, para valorar mucho más lo mejor.

El neoliberalismo impuesto durante la década del ’90 potenció algunos vicios que existían en sociedades del primer mundo. Mientras se daba a luz una ley de educación que significó un enorme retroceso cultural, la moneda local igualaba al dólar. Falacias económicas, corrupción, tintes de despotismo, reformas engañosas… el argentino dejó de preocuparse paulatinamente por lo ético y lo moral, y sólo se interesó por comprar su casa, llenarla de electrodomésticos, vivir una fábula que maquilló el desmantelamiento de un Estado en transición con una sociedad del primer mundo. Se logró que el ciudadano de a pie creyera que nuestro país era generoso con él mismo, y poco importaba el civismo y la democracia. Es por esto, tal vez, que mi generación se muestra totalmente desinteresada por ideologías y principios.
Luego llegó el efecto 2000, el fracaso de un gobierno forzado al egocentrismo, y la crisis económica se volvió un huésped en nuestros hogares. Parecíamos condenados al fracaso, a la espera de algún moderno héroe que brindara soluciones mágicas y nos devolviera la paz social. Poco después, la confrontación entre argentinos parecía llegar a su fin, y los mercados internacionales abrieron una luz por donde podríamos posicionarnos como país fuerte. Sólo había que industrializar el país, favorecer y acompasar el comercio de commodities en función de las necesidades internas y las posibilidades en tierras foráneas, fomentar la radicación de capitales multinacionales regulados y el surgimiento de economías regionales en equilibrio para generar una inofensiva competencia entre estos dos sectores que redunde en la exportación de productos elaborados al mundo, capacitar más y mejores profesionales para acelerar la carrera tecnológica… nada de esto sucedió, aunque el marco exterior nos trató bien y las finanzas parecieron estabilizarse. Es aquí donde comienza mi vida laboral, y donde ya puedo dar fe por mi propia experiencia. Luego, finalizando la primera década de este milenio, malas decisiones del gobierno nacional crisparon la sociedad, que comenzaba a avizorar un horizonte de prosperidad convertido en caos social, y mientras asomaban los fantasmas del pasado cercano, la corrupción ocupaba las primeras planas de los diarios, llenando de denuncias y expedientes los tribunales federales.
Y llegamos al día de hoy, donde parece haber dos países, dos discursos enfrentados, dos realidades económicas y sociales, dos clases culturales… dos universos paralelos donde el único nexo que existe entre ambos es la confusión y la falta de voluntad y vocación para generar el cambio necesario para bajar de la nube surrealista y exagerada en la que parecemos estar. Por un lado, la tecnología avanza, la economía se fortalece y aumentan los puestos de trabajo; por el otro, el progreso de las empresas locales parece una utopía, la inflación devora nuestros bolsillos y cada vez somos más los que carecemos de empleo formal.
No es coincidencia que el tema dominante en mis observaciones haya sido la economía, ya que es el desencadenante de la opinión pública, es el arma y escudo de las clases dirigentes. El dinero es el dios de este sistema político, social y cultural. Hoy se piensa en cómo llegar a fin de mes, se estiran las cuotas de las tarjetas de crédito, crece la demanda de préstamos, y si se puede, se ahorra un poquito.
Esto es el suelo que está temblando a todo momento, y lamentablemente, parecemos estar acostumbrados a bailar para disimular los sacudones. Esto está mal.

Los párrafos precedentes sólo ilustran mi visión sobre la realidad y sus antecedentes próximos. Siempre pertenecí a la clase media, trabajadora, y con vocación de progreso. Al menos así elegí ser. Como cualquier hijo de vecino, padecí los indeseados golpes de la vida, la pérdida de seres queridos, las crisis existenciales y el deseo permanente de “hacer algo”.
En principio, esa creciente necesidad de “hacer algo” era simple curiosidad. Luego, egoísmo mediante, se transformó en “ser algo”. Hasta que finalmente, gracias a la sabiduría popular, las experiencias propias, los consejos de los más viejos, comprendí que en realidad “ser” y “hacer” son el resultado de la conversión de mis ideas y principios aristotélicos y krausistas en el combustible para el diario andar.
Comprendí que lo que tenga en el bolsillo no define quién soy. Ni tampoco la colorida diversidad de tarjetas de crédito que hay en mi billetera, ni la marca de la ropa que uso, ni el medio de transporte en el que me muevo, ni el modelo de celular que utilizo. Aprendí que no sólo alcanza con “hacer algo”, sino que tiene que estar respaldado por una profunda convicción.
Nadie nos va a salvar de aquellos temblores que mencioné anteriormente, sea cual sea el origen de los mismos, y aún en períodos de estabilidad. No existen los superhéroes de comics y revistas. Sólo existen los villanos, y son tipos realmente malos que tienen un logro muy grande en sus currículos: nos hicieron perder la confianza, la fe, la esperanza. Sostengo, y es conocida mi opinión, que todos deberíamos ser los héroes de nuestras propias vidas, aunque anónimos para la sociedad. A diario, cuando veo a la gente que viene y que va, me detengo a observar a cada individuo, y en vez de juzgar cómo lucen, pienso en que esa persona tiene una historia detrás que para sí mismo es mucho más importante que la de los demás. Y creo que está bien que así sea, porque el altruismo y la abnegación deben ser medidos en dosis justas. Nada puedo hacer por otro si no hago algo por mí mismo. Tenemos que saber por qué hacemos algo por los demás, de lo contrario, se produce un vacío espiritual que cercena la autoestima y la integridad psíquica. Hay que creer que vale la pena.

Cuando en lo cotidiano pienso en la gente, tomo conciencia de que todos quieren colaborar. Todo el mundo está dispuesto a “hacer algo”. Como expuse en líneas previas, la situación de este país, basándonos principalmente en los números, nos ha forzado directa o indirectamente a alejarnos de los demás, y hemos resignado nuestro sentido y profundo interés en la justicia y la equidad. La polarización y la crispación de hoy llevan a que ayudemos con unas monedas a los pibes de la calle para que se vayan de una vez del lugar en el que estamos y que nos limpien el parabrisas en vez de rompernos el auto; a cualquiera que pasa vendiendo alguna cosa le decimos que no tenemos cambio; a quien pide una donación para una causa de urgencia y noble le respondemos con cara de compungidos que ya colaboramos con otras organizaciones, aún siendo mentira, quizás… tal vez, perdimos noción de la realidad. Será por falta de costumbre que nos olvidamos lo que es tener hambre y frío. A lo mejor nos olvidamos lo desesperante que es perder un trabajo y sentirse impotente e inútil.
La búsqueda de la felicidad a través de lo material (o de lo que nos brinda lo material) es estéril e infructífera. Cuando dicen que el dinero no compra la felicidad, muchas veces suelo responder que es cierto, y agrego irónicamente que se puede alquilar por un rato. No hay nada más lejos de la verdad que esta última afirmación (por eso aclaré “irónicamente”), aunque puede ser considerable el hecho de que la plata abre puertas, como gozar de ciertos servicios o adquirir cosas que nos brinden un poco de alegría y diversión. Y justamente es esto lo que significan. “Alegría” y “diversión” no son “felicidad”. Por más que quieran convencerse, no es así.
Por supuesto, esto no es un llamado a despojarse de los beneficios del progreso. Simplemente creo que el esfuerzo injustificado por gozar de algún bien material carece de relevancia en contraste con el encono y denuedo que se puede poner al servicio de los demás. Creo más en el capital intelectual y en el recurso humano antes que en el poderío de las riquezas.
Es esto lo que veo cuando veo a la gente. Veo la capacidad, el ingenio, la inteligencia del ser humano, mis pares, esperando una luz que los llame a dedicar un poco de su vida a los demás. Aunque, lamento informarlo, nunca existirá dicha luz. No existen las epifanías, ni los momentos mágicos, ni los puntos de inflexión. Nosotros tenemos que fabricarlos. Está en cada uno de nosotros la realización y la convicción de que es hora de jugarnos por el otro. Ningún gurú dirá proverbios y ningún psicólogo dará consejos; nosotros somos quienes necesitamos tomar la decisión de creer. Creer en uno mismo para creer en los demás. Aquellos que no tenemos nada que perder, somos quienes más tenemos para dar. No existen organizaciones ni instituciones que esperen soluciones extraordinarias. El llamado es hoy y ahora para que seamos los líderes que está necesitando el cambio. No hay mayor bien sobre el planeta que el que nosotros mismos somos capaces de crear. Y si, después de todo, nada es realmente tan importante excepto lo que hacemos por nosotros y por los demás, que nos queda sino creer que todos podemos “hacer algo”? La recompensa es doble. Una sonrisa esperanzadora de quien aceptó nuestra mano tendida y la satisfacción de saber que hicimos lo que debíamos hacer.

Así nació Ciudad de la Esperanza hace ya algunos años. Es el fruto de muchas noches de diálogo y debate, muchos días caminando y aprendiendo; muchas palabras para compartir con los demás, muchos silencios para convencernos a nosotros mismos. Yo elegí creer en mí y en los demás, y vivo cada día como si mañana fuera mejor, porque sé que alguien más va a tener esperanza.

Hay razones para creer. Ya te conté las mías. Las tuyas, cuáles son?

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